Valencia, librería Ramón Llull. Fue este sábado, con lectores parlanchines que escuchaban muy atentos, sentados al borde de la silla y deseando levantar el dedo. Alguna vez he dicho que esto de las presentaciones de los libros es cosa extraña, hablar de lo que no existe, darle vueltas a un rectángulo que pudiera estar lleno de letras impresas o pudiera también no estarlo; los libros no son música que se interpreta, no es una película que se ve en un rato, presentar un libro es enseñar poco y hablar demasiado; yo siempre hablo demasiado, y demasiado rápido. Al final tengo la sensación continua de que dije más de lo necesario, sobre el libro y sobre otras cosas, como cuando cenas con amigos y bebes y hablas y hablas, y a la mañana siguiente sientes una pizca de vergüenza no por haber dicho nada concreto, sino por haber dicho tanto. Pero los lectores de la Llul eran pacientes y apasionados, y me escucharon, yo también los escuché a ellos, es tan simple a veces esto de los libros. Simple para aquel a quien no le va la vida en ello, como a mí no me va; en cambio para los libreros es la exploración del desierto, los libreros como los de la Ramón Llull se merecen todos nuestros libros, y libros mejores que los nuestros, es el heroísmo, la resistencia final contra tantos enemigos, los libreros -pocos- que permanecen. Es muy hermosa la librería Ramón Llull, amplia, ordenada con criterio privado, con títulos que te van buscando los ojos. Entran ganas de escribir para llegar a ese albergue.
Pero no lo hago. No.
Me quedo quieto y frío, me busco las excusas y el cansancio. En noviembre el mar ha pegado a diario, olas suaves para el nueve pies, el viento del noreste, el deslizamiento tan fácil, el calor de préstamo; esta semana vuelven las olas, tendré otra escapatoria que me permita no sentarme, no abrir el cuadarno, no pensar demasiado en las cosas que dejo.
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