No es que lo decidieras, más bien no podía ser de otro modo. Ni pensar en lo contrario, porque un Contrario sí que había enfrente de ti, aunque te costara definirlo más allá de las canciones, los poemas de Celaya, la caricatura de El Jueves. Sobre todo era por algún icono y un disco que había en tu casa que, aunque si hacía falta inventabas un pasado e incluso una familia que encajara con aquello, un abuelo maquis, cualquier represalia imborrable, estigma que viene de lejos. Y discutías y discutías, eso era lo mejor, con el indestructible convencimiento de que estabas en lo cierto, lo otro era una canallada. Por suerte nunca te enfrentabas a severos discutidores, de manera que la tunda acababa pronto con un poco de arrogancia y desprecio, fácil victoria para ti. Pero si un buen discutidor se hubiera tomado la molestia de asediarte te habrías desmoronado enseguida, porque más allá de dos versos y muchas frases hechas no manejabas teoría alguna, tenías quince años.
Luego los argumentos fueron llegando solitos y en fila, no hacía falta salir a buscarlos, en fila se pusieron en cuanto viste lo poco que servía tu dinero y lo sucio que era todo, el barro te llegaba a las orejas cuando salías de casa. Fue entonces cuando arrancó aquello de la muerte de las ideologías (como el realismo mágico, la novela, el teatro, la poesía social, la historia) y ya lo tuyo parecía antiguo, viejaguardia. Cuánto habría dado por un ejemplar del Contrario tan nítido, cristal puro, como éste, leído el domingo:
“Ya en épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los hijos de "buena estirpe", superaban a los demás- han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas "Leyes" nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación. [...[ La desigualdad natural del hombre viene escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas nuestras condiciones, desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo, corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como la inteligencia, predisposición para el arte, el estudio o los negocios. [...]Por eso, todos los modelos, desde el comunismo hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas, son radicalmente contrarios a la esencia misma del hombre.”
Rajoy, artículo publicado al parecer en 1983 y reproducido en Público.
Porque, aunque cada vez lo tenías más claro, un antónimo así no se encontraba fácilmente. La estirpe, qué cosa.
lunes, octubre 29, 2007
sábado, octubre 27, 2007
miércoles, octubre 24, 2007
Estoy enfadado. Furioso contra muchas cosas. Contra El País, al fin con tilde (yo solía corregir esa i muerta con un bolígrafo azul en la cafetería, como si hiciera el crucigrama), al fin con tilde pero con la misma pamplina, tanta. Compré la nueva edición del domingo sólo para confirmar mi predicción pero esta vez no fue la página de gastronomía ni las decenas dedicadas a la modaconvertidaenarte lo que me hizo enfadar. Fue un reportaje sobre ecología. Uno en el que se decía que para salvar al planeta había que cerrar bien el grifo y separar los vidrios. Ése.
Donde vivo no hay bidones amarillos. Semanalmente mi mujer y yo acumulamos una pequeña colina de desperdicios en la puerta de casa y, el viernes, lo montamos todo en el coche y buscamos dónde tirarla, kilómetros allá. Nuestros grifos, por otra parte, siempre están bien cerrados. Las botellas de vino, en fila india.
Pero sucede que en la esquina del planeta en la que vivimos tienes más posibilidades de contraer un cáncer que un herpes. Porque hace cincuenta años allí donde nací construyeron hileras de fábricas desarrollistas, y en los humedales adonde me mudé, factorías de cemento.
Entre esos dos corchetes no sirve de nada que yo ponga latitas de atún en ninguna parte. Un amigo me lo dijo cuando estudiaba medicina: si estás en una habitación con cuatro personas, ten por seguro que una de ellas morirá de cáncer. Una de cuatro. Si vives entre esos corchetes, una de tres.
Pero El País y otros buenaconciencistas no editan bonitas páginas sobre cómo desmontar tornillo a tornillo esas factorías ni qúé ingredientes se necesitan para fabricar un explosivo que las envíe al cuerno, sino una lista de cincuenta grandes ideas para salvar al planeta sin moverte de casa.
Yo tengo una idea mejor: quiero hacerme yihadista. Convertirme al islam si es preciso y repartir en pedacitos muy pequeños a los redactores que quieren que me sienta culpable y partícipe del neholocausto.
Hoy estoy enfadado, mucho. Pero aun así soy incapaz, mierda, de dejar de ser un angelote con principios, y antes de salir de casa compruebo que los grifos están cerrados, guardo todos los periódicos -también el atildado- en una caja y conduzco amorosamente hasta el bidón azul. Mierda de mí.
Otra tontilista hacía El País este domingo, algo sobre cómo conseguir la felicidad (también desde casa, para qué salir a la calle) o algo parecido. Pero de pronto, tal vez a hurtadillas de los redactores, apareció una pizca, medio gramo de brillocaína: para ser feliz hay que escuchar a Jordi Savall.
Mi mujer ha puesto el disco, todas las mañanas del mundo, digo yo, son caminos sin retorno, termina ella, y canturrea muy mal y con voz muy aguda la primera canción, que es tan triste. Luego se queda dormida mientras escribo esto en un cuaderno, y no puedo decirle que entre los trastes de la viola escucho que alguien respira.
Donde vivo no hay bidones amarillos. Semanalmente mi mujer y yo acumulamos una pequeña colina de desperdicios en la puerta de casa y, el viernes, lo montamos todo en el coche y buscamos dónde tirarla, kilómetros allá. Nuestros grifos, por otra parte, siempre están bien cerrados. Las botellas de vino, en fila india.
Pero sucede que en la esquina del planeta en la que vivimos tienes más posibilidades de contraer un cáncer que un herpes. Porque hace cincuenta años allí donde nací construyeron hileras de fábricas desarrollistas, y en los humedales adonde me mudé, factorías de cemento.
Entre esos dos corchetes no sirve de nada que yo ponga latitas de atún en ninguna parte. Un amigo me lo dijo cuando estudiaba medicina: si estás en una habitación con cuatro personas, ten por seguro que una de ellas morirá de cáncer. Una de cuatro. Si vives entre esos corchetes, una de tres.
Pero El País y otros buenaconciencistas no editan bonitas páginas sobre cómo desmontar tornillo a tornillo esas factorías ni qúé ingredientes se necesitan para fabricar un explosivo que las envíe al cuerno, sino una lista de cincuenta grandes ideas para salvar al planeta sin moverte de casa.
Yo tengo una idea mejor: quiero hacerme yihadista. Convertirme al islam si es preciso y repartir en pedacitos muy pequeños a los redactores que quieren que me sienta culpable y partícipe del neholocausto.
Hoy estoy enfadado, mucho. Pero aun así soy incapaz, mierda, de dejar de ser un angelote con principios, y antes de salir de casa compruebo que los grifos están cerrados, guardo todos los periódicos -también el atildado- en una caja y conduzco amorosamente hasta el bidón azul. Mierda de mí.
Otra tontilista hacía El País este domingo, algo sobre cómo conseguir la felicidad (también desde casa, para qué salir a la calle) o algo parecido. Pero de pronto, tal vez a hurtadillas de los redactores, apareció una pizca, medio gramo de brillocaína: para ser feliz hay que escuchar a Jordi Savall.
Mi mujer ha puesto el disco, todas las mañanas del mundo, digo yo, son caminos sin retorno, termina ella, y canturrea muy mal y con voz muy aguda la primera canción, que es tan triste. Luego se queda dormida mientras escribo esto en un cuaderno, y no puedo decirle que entre los trastes de la viola escucho que alguien respira.
martes, octubre 23, 2007
Últimamente veo pequeñas intervenciones poéticas en cualquier parte, incursiones parecen. Ejemplo, un compañero me contó que una niña dijo en un examen, sin venir a cuento: las calles parecían escamas.
Ejemplo, me contaron también: en Perú, en un pueblito de la montaña, los perros salen a despedir a los autobuses que continúan la ruta hacia arriba, y parecen amables y alegres y les acompañan un buen trecho sólo hasta que pasan la curva peligrosa donde tantas veces los autobuses derrapan y se descalabran y entonces los perros encuentran, fortuitamente, carnecita fresca en las cunetas.
Ejemplo: hay mala mar hoy, el poniente desbarata la playa, ni para caminar sirve, y en la arena vi un frasco de mermelada y una cuchara, como si el mantel y los panecillos y los comensales hubieran volado.
Ejemplo: California arde, los ultrarricos se refugian en polideportivos, el alcalde convoca al ejército, los soldados no saben hacia dónde disparar, yo confío en que las llamas lleguen a los estudios de las películas y todo arda de veras, sobre todo los últimos guiones, los que en un archivador esperan nuestro despiste. California arde, mueren algunos, sí, pero qué hermoso.
Pequeñas incursiones parecen, y estallan un momento y se quedan fijas un rato, pero desparecen pronto de este caudal sin demasiado sentido en el que los días discurren, como en un cubo de zinc caen las gotas del alero, golpean, reverberan, desaparecen.
viernes, octubre 19, 2007
Les digo
Para escribir un buen relato hay que tener en cuenta unas piececitas que están en la cabeza de todos los escritores: el espacio, el tiempo, el punto de vista, los objetivos y motivaciones de los personajes...
Les digo
En realidad, si montáis primero el esqueleto ya tendréis hecho casi todo el trabajo, basta con llenar los huecos con palabras, palabras que resulten bien sonoras y grandilocuentes o en cambio muy cotidianas y directas, eso es el estilo. Podéis empezar imitando el estilo, (es decir, las palabras) de algún autor que os guste mucho. Y así escribir: "Los jóvenes soldados calentaban sus huesos y sus miedos alrededor de las hogueras." O "el mar parecía de aluminio, metálico y pulido como el lomo de los delfines."
Les digo
Y entonces resulta que la literatura es un truco, salón de cristal y espejos. Una cosa refleja otra, y en una sola hay cien. No lo entienden, pero sonríen y se van a casa y al día siguiente me traen un cuento que han escrito y yo me sorprendo de que les resulte tan sencillo. No presumen, casi no tienen vanidad, les gusta leer en voz alta, no les molesta si les cambio alguna palabra, se ríen cuando se equivocan. No quieren escribir el mejor cuento de la literatura universal. Quieren escribir un cuento. Y contarlo. Me dicen ¿tú crees que se lee bien, todo seguido? en lugar de ¿es bueno, te ha gustado?
A veces pienso que vaya mentiras les hago tragar, como si de verdad la literatura fuera eso. Y otras veces pienso que vaya mentiras tragué yo, como si la literatura no fuera eso, y lo demás sólo el círculo de la soberbia estéril, rígida, pertinaz soberbia.
Para escribir un buen relato hay que tener en cuenta unas piececitas que están en la cabeza de todos los escritores: el espacio, el tiempo, el punto de vista, los objetivos y motivaciones de los personajes...
Les digo
En realidad, si montáis primero el esqueleto ya tendréis hecho casi todo el trabajo, basta con llenar los huecos con palabras, palabras que resulten bien sonoras y grandilocuentes o en cambio muy cotidianas y directas, eso es el estilo. Podéis empezar imitando el estilo, (es decir, las palabras) de algún autor que os guste mucho. Y así escribir: "Los jóvenes soldados calentaban sus huesos y sus miedos alrededor de las hogueras." O "el mar parecía de aluminio, metálico y pulido como el lomo de los delfines."
Les digo
Y entonces resulta que la literatura es un truco, salón de cristal y espejos. Una cosa refleja otra, y en una sola hay cien. No lo entienden, pero sonríen y se van a casa y al día siguiente me traen un cuento que han escrito y yo me sorprendo de que les resulte tan sencillo. No presumen, casi no tienen vanidad, les gusta leer en voz alta, no les molesta si les cambio alguna palabra, se ríen cuando se equivocan. No quieren escribir el mejor cuento de la literatura universal. Quieren escribir un cuento. Y contarlo. Me dicen ¿tú crees que se lee bien, todo seguido? en lugar de ¿es bueno, te ha gustado?
A veces pienso que vaya mentiras les hago tragar, como si de verdad la literatura fuera eso. Y otras veces pienso que vaya mentiras tragué yo, como si la literatura no fuera eso, y lo demás sólo el círculo de la soberbia estéril, rígida, pertinaz soberbia.
jueves, octubre 18, 2007
Por un lado, qué verdades en pie, qué leyenda vieja, qué criterio para separar algo de lo otro, tan cosido con hilos diminutos, vulgar, fácil, cáscara, teoría de lo obvio alrededor de grandes palabras. ¿Hay grandes palabras?
Entonces, la cuestión es qué decir.
Ya casi nada, se agotaron los estilos y las palabras se agotaron.
martes, octubre 16, 2007
Los ángeles colegiales
Ninguno comprendíamos el secreto nocturno de las pizarras
ni por qué la esfera armilar se exaltaba tan sola cuando la mirábamos.
Sólo sabíamos que una circunferencia puede no ser redonda
y que un eclipse de luna equivoca a las flores
y adelanta el reloj de los pájaros.
Ninguno comprendíamos nada:
ni por qué nuestros dedos eran de tinta china
y la tarde cerraba compases para al alba abrir libros.
Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.
Alberti, Sobre los ángeles
Este poema tiene algo-algo que me desarma sobre la mesa y del que nunca me sale hablar en clase, aunque lo intento cada año porque es de mis favoritos y haya otros más intensos que me muerden tanto pero menos como
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
de Juan Ramón, aunque ahora que lo pienso no sé si menos.
Ninguno comprendíamos el secreto nocturno de las pizarras
ni por qué la esfera armilar se exaltaba tan sola cuando la mirábamos.
Sólo sabíamos que una circunferencia puede no ser redonda
y que un eclipse de luna equivoca a las flores
y adelanta el reloj de los pájaros.
Ninguno comprendíamos nada:
ni por qué nuestros dedos eran de tinta china
y la tarde cerraba compases para al alba abrir libros.
Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.
Alberti, Sobre los ángeles
Este poema tiene algo-algo que me desarma sobre la mesa y del que nunca me sale hablar en clase, aunque lo intento cada año porque es de mis favoritos y haya otros más intensos que me muerden tanto pero menos como
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
de Juan Ramón, aunque ahora que lo pienso no sé si menos.
lunes, octubre 15, 2007
[rescatado de una caja secular]
Antes del amanecer conduje durante dos horas
hasta el primer pueblo que aparecía en nuestro pequeño mapa de exploradores,
punto minúsculo en el verde del pantano donde
tú y yo
dejábamos morir los días
como si pudiéramos recuperarlos
a cambio de uno de nuestros viejos billetes azules.
La carretera subía hasta el acantilado
que aparecía fotografiado en el libro de visitas del hotel.
Luego se convertía en una cañada
por donde no había pastado un rebaño en doce siglos,
pero yo conducía un gran coche que,
según el ingeniero titular de la planta de Nawano,
había superado con inmejorables calificaciones
todas las pruebas del “túnel de los vientos”,
Japón, 13 de octubre de 1999.
Las piedras y loss fosos del camino eran impurezas delicadas.
Cuando llegué al pueblo-punto-minúsculo,
una ligera neblina cubría las calles como cubren
tus dedos mis ojos cuando quieres decirme alguna cosa obscena.
Temiendo desbaratarle el sueño a sus habitantes
con el rugido de los motores,
me detuve a las afueras del pueblecito y caminé dos kilómetros
con las manos guardadas en el abrigo.
Confirmadas mis suposiciones,
el lugar era un agujero de casas de adobe
donde malvivían doscientas personas
que se reproducían sin excesiva dedicación
y con evidentes inclinaciones hacia la endogamia,
había tantos desdentados.
Mi objetivo era conseguir a un precio razonable
algunos alimentos que nos permitieran
sobrevivir durante dos semanas más
en nuestro refugio de madera y sexo del pantano.
Allí vivíamos desde hacía un mes -un mes tortuoso-
como una pareja de animales felices y voraces
que ha recibido el encargo de regenerar su especie.
Recuerdo que entonces
tú
estabas firmemente decidida a no volver a probar
un bocado de carne que pudiese obstruir tus arterias y
yo
aplaudía la decisión porque había comprobado
que desde tu metamorfosis
el sabor de tus fluidos vaginales
había adquirido matices ciertamente deliciosos.
De manera que canjeé mi papel moneda
por una caja de ciruelas rojas,
apio, calabazas del terror, manzanas de lo evidente,
ajo, habas de la ignorancia, legumbres del ascetismo,
coles, uvas de la voluptuosidad, maíz de los niños perdidos
y cinco zanahorias para mi conejita.
Añadí una docena de botellas de vino,
un par de sandalias de cuero para tus tobillos desnudos
y una hermosa soga de esparto que utilicé
para asegurar las botellas en el asiento trasero del invento de Nawano,
y regresé al refugio conduciendo con amplios movimientos
por la carretera de la montaña.
Yo era feliz
porque pensaba que junto a ti
había conseguido eliminar una por una
todas las repulsivas miserias
que durante años hicieron de mis años
la miseria de los pensamientos.
Era feliz
porque pensaba que a tu lado
se habían desvanecido, como se desvaneció
la niebla de aquella mañana incierta,
los pensamientos miserables de los hombres-miseria.
Cuando llegué a ti, es decir, a nuestra reserva de animales herbívoros,
estaba muy cerca del extremo menos cortés de la locura.
Mis pensamientos, mis pensamientos miserables,
me habían conducido a absurdas teologías
acerca de la existencia, el amor y los productos de limpieza.
Los productos de limpieza -los libros y los narcóticos-
con los que abrillantaba mis zapatos y mi egoísmo.
Despiadado egoísmo.
Con las piezas sobrantes de la compasión
había construido un muro, un perfecto muro cúbico
que envolvía la miseria y la protegía de los rayos del sol,
de la niebla y de los brazos ajenos cargados de puños.
Como un niño o como un chimpancé aterido en el ártico,
aprendí a destilar del egoísmo las calorías y las palabras
necesarias para sobrevivir en el mundo corajudo
que años atrás creé a mi imagen y semejanza.
Aquel era mi refugio.
aquel era mi refugio,
entre las grandes avenidas superpobladas de la ciudad de paumanok.
En el refugio sobrevivía, pero no era feliz.
Me faltaban aplausos.
Me faltaban voces.
Verdades.
Juegos.
Alguien.
No es bueno que el espejo refracte una sola imagen.
Los espejos necesitan multitudes.
La unidad es un gorila ebrio que sacude sus grandes manos
sobre la vitrina de los tesoros de cristal.
Yo era sabio.
Y no era nada.
Porque no tenía reflejo.
Porque no tenía nadie.
Sabio sabía que necesitaba una vagina.
Un hombre necesita una vagina
a la que dar sus apellidos,
a la que colmar de atenciones,
una vagina-nido-refugio-reserva donde pasar las noches
cuando las cosas hostiles son hostiles
y la tormenta no cesa
porque no quiere dejar de existir sobre las cabezas humanas.
Una vagina a la que decirle voy a volver.
Una higiénica y bien perfumada.
Una donde guardar y guarecerse.
Porque una vagina salva al hombre de la locura.
Y la locura está muy cerca.
Sabio sabe que la locura es un personaje decisivo que ronda los hogares
donde duermen los niños perdidos en los maizales.
Que suele pilotar un viejo stuka con el que cruza en vuelos rasantes
los campos de maíz cortando con las hélices
los cabellos de los niños perdidos.
Y los niños corren desesperados por el maizal
buscando un árbol, sólo un árbol-vagina-nido,
donde ocultarse de la hélice del stuka.
Pero para ellos la infancia, país misterioso, no tiene árboles,
no tiene árboles.
No era fácil encontrar una vagina.
No fue nada fácil dar contigo.
Aquella mañana incierta,
feliz y despreocupado,
conducía por la carretera de la montaña
clavando el acelerador en cada una de las curvas
con la precisión de un piloto de pruebas del túnel de los vientos.
Ah, mi conejita,
mi niña herbívora.
Recuerdo que durante el camino de regreso
jugué a imaginarte acurrucada
y en mi juego roías sin cesar una zanahoria cruda
con tus pequeños dientecitos perfectos
mientras yo recorría mis zonas favoritas de tu cuerpo
con un pincel que de cuando en cuando
humedecía en las papilas anaranjadas de tu lengua
y de cuando en cuando saltabas
para roerme la nariz
con tus perfectos dientecitos.
Sí, imaginaba que disputábamos por cualquier motivo inocente
como dos cachorros carnívoros
que en la niñez se ejercitan para la cacería de los adultos.
La niebla se convirtió en un mediodía brillante.
Por la carretera húmeda de labios el automóvil
se deslizaba como una esquiadora habilidosa
que sabe que su amado la espera al pie de la colina.
Sabio sabe que nadie le espera.
Sabio no maldice, sin embargo, su destino,
porque sabio sabe que todo sucede según su voluntad.
Sabio no entiende, sin embargo, tanto engaño snetimental
Atrás quedaba la carretera tortuosa, hagamos tópico,
el mes tortuoso de nuestra hibernación
cuando detuve el producto de Nawano
junto al cercado de piedras del hogar de los herbívoros.
Dije tu nombre en voz alta.
No respondías.
En el asiento trasero la soga
era una serpiente adánica
que se burlaba de mí con una sonrisa.
Te busqué por todas las habitaciones de la casa
y después por todas las habitaciones del bosque
y todas las habitaciones de los hoteles cercanos
y de los países cercanos
y de las galaxias lejanas de ti y de mi corazón hibernado.
Olfateé tu rastro de verduras y sexo
por todas las habitaciones que existen,
gasté todos mis billetes azules
en complicados viajes que duraron meses,
y no estabas, NO ESTABAS,
no estabas, no estabas.
Agoté las ruedas del magnífico invento japonés
detrás de ti, detrás de nada.
dejé mis señas a todas las personas del camino
por si daban contigo
en alguna cueva de osos o en las manos
de un gorila de veinticinco apartamentos de altura.
Y no estabas, no estabas, no estabas, no estabas en este maldito planeta,
pequeño como un puño,
este maldito planeta del que te fugaste con un alienígena
demasiado veloz para los ingenieros de Nawano.
Sabio sabe te has ido.
Ahora, la ciudad que habito como un extraño
abraza una ensenada en forma de anfiteatro.
Sobre la ciénaga de la ensenada se clavan
los cimientos de las factorías de hidrocarburos
que la niebla gris impide ver a la luz del día,
pero cuando anochece sobre la costa brotan miles de lámparas
que convierten la ciudad en un magnífico observatorio de fuego.
Es muy hermoso.
Pienso que detrás de cada una de las luces
hay operarios envueltos en niebla gris
que consagran su jornada a hacer que las luces no se apaguen.
Pienso que hay dos ojos clavados en cada llamita.
Y hoy, que vivo en la gran ciudad como un extraño,
recuerdo el viaje de ida y vuelta hasta el pueblo de las nieblas blancas
y pienso que no eres tú a quién perdí en el camino.
He concluido que tú nunca estabas.
que eras niebla blanca, gris,
que sólo estaba yo junto a los pensamientos sin miseria,
el vino viejo y las zanahorias de los dientes perfectos.
He concluido que tú-nada-niebla, no hiciste ningún acto heroico
para burlar la vulgaridad de los hombres-miseria,
que sólo yo he conseguido la salvación
gracias a ti y a pesar tuya.
Por ese motivo camino por las grandes avenidas de la ciudad de Paumanok
y silbo una canción de cuna que apacigua a los osos y a los gorilas,
y pienso que las luces de la ensenada me dictan
fielmente el camino que conduce hasta
la habitación donde vives.
Pero ya no te busco a ti, mi niña herbívora,
mi conejita mutilada,
conejita sin suerte,
no digo tu nombre en voz alta,
no traigo sandalias de cuero para tus tobillos desnudos,
he olvidado las líneas que formaban tu rostro,
a voluntad he olvidado los ángulos imprecisos de tu rostro.
Ahora sé que tu nombre carece de importancia.
Porque soy yo quien escribe al punto tus diálogos.
hasta el primer pueblo que aparecía en nuestro pequeño mapa de exploradores,
punto minúsculo en el verde del pantano donde
tú y yo
dejábamos morir los días
como si pudiéramos recuperarlos
a cambio de uno de nuestros viejos billetes azules.
La carretera subía hasta el acantilado
que aparecía fotografiado en el libro de visitas del hotel.
Luego se convertía en una cañada
por donde no había pastado un rebaño en doce siglos,
pero yo conducía un gran coche que,
según el ingeniero titular de la planta de Nawano,
había superado con inmejorables calificaciones
todas las pruebas del “túnel de los vientos”,
Japón, 13 de octubre de 1999.
Las piedras y loss fosos del camino eran impurezas delicadas.
Cuando llegué al pueblo-punto-minúsculo,
una ligera neblina cubría las calles como cubren
tus dedos mis ojos cuando quieres decirme alguna cosa obscena.
Temiendo desbaratarle el sueño a sus habitantes
con el rugido de los motores,
me detuve a las afueras del pueblecito y caminé dos kilómetros
con las manos guardadas en el abrigo.
Confirmadas mis suposiciones,
el lugar era un agujero de casas de adobe
donde malvivían doscientas personas
que se reproducían sin excesiva dedicación
y con evidentes inclinaciones hacia la endogamia,
había tantos desdentados.
Mi objetivo era conseguir a un precio razonable
algunos alimentos que nos permitieran
sobrevivir durante dos semanas más
en nuestro refugio de madera y sexo del pantano.
Allí vivíamos desde hacía un mes -un mes tortuoso-
como una pareja de animales felices y voraces
que ha recibido el encargo de regenerar su especie.
Recuerdo que entonces
tú
estabas firmemente decidida a no volver a probar
un bocado de carne que pudiese obstruir tus arterias y
yo
aplaudía la decisión porque había comprobado
que desde tu metamorfosis
el sabor de tus fluidos vaginales
había adquirido matices ciertamente deliciosos.
De manera que canjeé mi papel moneda
por una caja de ciruelas rojas,
apio, calabazas del terror, manzanas de lo evidente,
ajo, habas de la ignorancia, legumbres del ascetismo,
coles, uvas de la voluptuosidad, maíz de los niños perdidos
y cinco zanahorias para mi conejita.
Añadí una docena de botellas de vino,
un par de sandalias de cuero para tus tobillos desnudos
y una hermosa soga de esparto que utilicé
para asegurar las botellas en el asiento trasero del invento de Nawano,
y regresé al refugio conduciendo con amplios movimientos
por la carretera de la montaña.
Yo era feliz
porque pensaba que junto a ti
había conseguido eliminar una por una
todas las repulsivas miserias
que durante años hicieron de mis años
la miseria de los pensamientos.
Era feliz
porque pensaba que a tu lado
se habían desvanecido, como se desvaneció
la niebla de aquella mañana incierta,
los pensamientos miserables de los hombres-miseria.
Cuando llegué a ti, es decir, a nuestra reserva de animales herbívoros,
estaba muy cerca del extremo menos cortés de la locura.
Mis pensamientos, mis pensamientos miserables,
me habían conducido a absurdas teologías
acerca de la existencia, el amor y los productos de limpieza.
Los productos de limpieza -los libros y los narcóticos-
con los que abrillantaba mis zapatos y mi egoísmo.
Despiadado egoísmo.
Con las piezas sobrantes de la compasión
había construido un muro, un perfecto muro cúbico
que envolvía la miseria y la protegía de los rayos del sol,
de la niebla y de los brazos ajenos cargados de puños.
Como un niño o como un chimpancé aterido en el ártico,
aprendí a destilar del egoísmo las calorías y las palabras
necesarias para sobrevivir en el mundo corajudo
que años atrás creé a mi imagen y semejanza.
Aquel era mi refugio.
aquel era mi refugio,
entre las grandes avenidas superpobladas de la ciudad de paumanok.
En el refugio sobrevivía, pero no era feliz.
Me faltaban aplausos.
Me faltaban voces.
Verdades.
Juegos.
Alguien.
No es bueno que el espejo refracte una sola imagen.
Los espejos necesitan multitudes.
La unidad es un gorila ebrio que sacude sus grandes manos
sobre la vitrina de los tesoros de cristal.
Yo era sabio.
Y no era nada.
Porque no tenía reflejo.
Porque no tenía nadie.
Sabio sabía que necesitaba una vagina.
Un hombre necesita una vagina
a la que dar sus apellidos,
a la que colmar de atenciones,
una vagina-nido-refugio-reserva donde pasar las noches
cuando las cosas hostiles son hostiles
y la tormenta no cesa
porque no quiere dejar de existir sobre las cabezas humanas.
Una vagina a la que decirle voy a volver.
Una higiénica y bien perfumada.
Una donde guardar y guarecerse.
Porque una vagina salva al hombre de la locura.
Y la locura está muy cerca.
Sabio sabe que la locura es un personaje decisivo que ronda los hogares
donde duermen los niños perdidos en los maizales.
Que suele pilotar un viejo stuka con el que cruza en vuelos rasantes
los campos de maíz cortando con las hélices
los cabellos de los niños perdidos.
Y los niños corren desesperados por el maizal
buscando un árbol, sólo un árbol-vagina-nido,
donde ocultarse de la hélice del stuka.
Pero para ellos la infancia, país misterioso, no tiene árboles,
no tiene árboles.
No era fácil encontrar una vagina.
No fue nada fácil dar contigo.
Aquella mañana incierta,
feliz y despreocupado,
conducía por la carretera de la montaña
clavando el acelerador en cada una de las curvas
con la precisión de un piloto de pruebas del túnel de los vientos.
Ah, mi conejita,
mi niña herbívora.
Recuerdo que durante el camino de regreso
jugué a imaginarte acurrucada
y en mi juego roías sin cesar una zanahoria cruda
con tus pequeños dientecitos perfectos
mientras yo recorría mis zonas favoritas de tu cuerpo
con un pincel que de cuando en cuando
humedecía en las papilas anaranjadas de tu lengua
y de cuando en cuando saltabas
para roerme la nariz
con tus perfectos dientecitos.
Sí, imaginaba que disputábamos por cualquier motivo inocente
como dos cachorros carnívoros
que en la niñez se ejercitan para la cacería de los adultos.
La niebla se convirtió en un mediodía brillante.
Por la carretera húmeda de labios el automóvil
se deslizaba como una esquiadora habilidosa
que sabe que su amado la espera al pie de la colina.
Sabio sabe que nadie le espera.
Sabio no maldice, sin embargo, su destino,
porque sabio sabe que todo sucede según su voluntad.
Sabio no entiende, sin embargo, tanto engaño snetimental
Atrás quedaba la carretera tortuosa, hagamos tópico,
el mes tortuoso de nuestra hibernación
cuando detuve el producto de Nawano
junto al cercado de piedras del hogar de los herbívoros.
Dije tu nombre en voz alta.
No respondías.
En el asiento trasero la soga
era una serpiente adánica
que se burlaba de mí con una sonrisa.
Te busqué por todas las habitaciones de la casa
y después por todas las habitaciones del bosque
y todas las habitaciones de los hoteles cercanos
y de los países cercanos
y de las galaxias lejanas de ti y de mi corazón hibernado.
Olfateé tu rastro de verduras y sexo
por todas las habitaciones que existen,
gasté todos mis billetes azules
en complicados viajes que duraron meses,
y no estabas, NO ESTABAS,
no estabas, no estabas.
Agoté las ruedas del magnífico invento japonés
detrás de ti, detrás de nada.
dejé mis señas a todas las personas del camino
por si daban contigo
en alguna cueva de osos o en las manos
de un gorila de veinticinco apartamentos de altura.
Y no estabas, no estabas, no estabas, no estabas en este maldito planeta,
pequeño como un puño,
este maldito planeta del que te fugaste con un alienígena
demasiado veloz para los ingenieros de Nawano.
Sabio sabe te has ido.
Ahora, la ciudad que habito como un extraño
abraza una ensenada en forma de anfiteatro.
Sobre la ciénaga de la ensenada se clavan
los cimientos de las factorías de hidrocarburos
que la niebla gris impide ver a la luz del día,
pero cuando anochece sobre la costa brotan miles de lámparas
que convierten la ciudad en un magnífico observatorio de fuego.
Es muy hermoso.
Pienso que detrás de cada una de las luces
hay operarios envueltos en niebla gris
que consagran su jornada a hacer que las luces no se apaguen.
Pienso que hay dos ojos clavados en cada llamita.
Y hoy, que vivo en la gran ciudad como un extraño,
recuerdo el viaje de ida y vuelta hasta el pueblo de las nieblas blancas
y pienso que no eres tú a quién perdí en el camino.
He concluido que tú nunca estabas.
que eras niebla blanca, gris,
que sólo estaba yo junto a los pensamientos sin miseria,
el vino viejo y las zanahorias de los dientes perfectos.
He concluido que tú-nada-niebla, no hiciste ningún acto heroico
para burlar la vulgaridad de los hombres-miseria,
que sólo yo he conseguido la salvación
gracias a ti y a pesar tuya.
Por ese motivo camino por las grandes avenidas de la ciudad de Paumanok
y silbo una canción de cuna que apacigua a los osos y a los gorilas,
y pienso que las luces de la ensenada me dictan
fielmente el camino que conduce hasta
la habitación donde vives.
Pero ya no te busco a ti, mi niña herbívora,
mi conejita mutilada,
conejita sin suerte,
no digo tu nombre en voz alta,
no traigo sandalias de cuero para tus tobillos desnudos,
he olvidado las líneas que formaban tu rostro,
a voluntad he olvidado los ángulos imprecisos de tu rostro.
Ahora sé que tu nombre carece de importancia.
Porque soy yo quien escribe al punto tus diálogos.
domingo, octubre 14, 2007
Sucedió.
Cuatro semanas, y sucedió.
Antes, el miedo y el teléfono, las noticias. Ahora el miedo y las manos en la boca. Pronto, las nuevas distracciones, el fluir de cada cosa, los asuntos que ninguna importancia tienen y como cintas de casete se enredan en tus zapatos y te tuercen el cuello sólo hacia abajo y a lo pequeño. Nada más allá de lo pequeño, lo inmediato: es la supervivencia.
Pero el miedo, este miedo no puede transportarse durante mucho, no cabe dentro, no hay bolsillos ni órganos que lo acojan.
Nada de oscuro ni de sombra tiene. Está hecho entero de luz. De luz y rayo que atraviesa los cuerpos, como la pantalla fría en la que el pediatra me miraba los pulmones y un día dijo este niño tiene neumonía, y mi madre se alarmó tanto, y el médico le hizo un dibujo de mis pulmones en un sobre de las recetas, y no hace mucho, buscando fotos o un certificado o cualquier pamplina apareció el sobre en una caja llena de esos papeles que no se tiran nunca, las notas del colegio, el carné de la piscina, por qué nunca se tiran.
¿Ven? El único escudo es pensar en otra cosa. Diminuta, a ser posible, que nada diga, de nada serio hable.
Animales bobomierdas somos siempre hacia el futuro aunque el futuro sea un hueco, una falta, un alguien que se quedará sin ti.
Alguien que se quedará sin ti.
Cuatro semanas, y sucedió.
Antes, el miedo y el teléfono, las noticias. Ahora el miedo y las manos en la boca. Pronto, las nuevas distracciones, el fluir de cada cosa, los asuntos que ninguna importancia tienen y como cintas de casete se enredan en tus zapatos y te tuercen el cuello sólo hacia abajo y a lo pequeño. Nada más allá de lo pequeño, lo inmediato: es la supervivencia.
Pero el miedo, este miedo no puede transportarse durante mucho, no cabe dentro, no hay bolsillos ni órganos que lo acojan.
Nada de oscuro ni de sombra tiene. Está hecho entero de luz. De luz y rayo que atraviesa los cuerpos, como la pantalla fría en la que el pediatra me miraba los pulmones y un día dijo este niño tiene neumonía, y mi madre se alarmó tanto, y el médico le hizo un dibujo de mis pulmones en un sobre de las recetas, y no hace mucho, buscando fotos o un certificado o cualquier pamplina apareció el sobre en una caja llena de esos papeles que no se tiran nunca, las notas del colegio, el carné de la piscina, por qué nunca se tiran.
¿Ven? El único escudo es pensar en otra cosa. Diminuta, a ser posible, que nada diga, de nada serio hable.
Animales bobomierdas somos siempre hacia el futuro aunque el futuro sea un hueco, una falta, un alguien que se quedará sin ti.
Alguien que se quedará sin ti.
miércoles, octubre 10, 2007
“Un observador que esté sentado en una playa puede adivinar con bastante certeza cuál de las olas que rompe en la arena ante sus ojos ha sido originada por un viento próximo a la costa o por una tormenta lejana. Las olas jóvenes tienen esa forma escarpada; incluso en alta mar, desde lejos, al mirar hacia el horizonte, las podemos ver formando cabrilllas a medida que se aproximan; manchas de espuma ruedan por su cresta y bullen y burbujean sobre su parte anterior. Pero si una ola, al llegar al rompiente, se hace más alta, como si reuniese toda su fuerza para el espectacular término de su vida, si se forma la cresta a lo largo de todo su frente y después empieza a rizarse hacia delante, si toda la masa de agua se derrumba de pronto con repentino estruendo, entonces podemos asegurar que estas olas son viajeras que, desde regiones lejanas del océano, han hecho una larga jornada antes de deshacerse a nuestros pies.”
El mar que nos rodea
Rachel Carson
Me contengo y supero la tentación de espiritualizar esta bobería que tanto me entretiene, a pesar de que Carson (Destino, 2007) me dé suficientes motivos para mantener mi altarcito zen lleno de inciensos y campanas doradas:
“Cuando los animales invadieron los continentes e iniciaron su vida terrestre, llevaron con ellos algo del mar en el seno de sus cuerpos, herencia que transmitieron a sus hijos, y que aún hoy enlaza a los animales con sus remotos orígenes en los antiguos mares. [...] Llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar. [...] Así como la vida empezó en el mar, cada uno de nosotros inicia la suya en el pequeño océano del útero materno, y en las etapas de su desarrollo embrionario se repiten las etapas evolutivas que su especie siguió durante su evolución filogenética.”
Una última hermosura, comparable a eso de las olas viajeras que nacen miles de kilómetros antes de que yo las vea sobre la lengua de piedra de esta playa: plancton, acabo de descubrirlo, significa vagar.
El mar que nos rodea
Rachel Carson
Me contengo y supero la tentación de espiritualizar esta bobería que tanto me entretiene, a pesar de que Carson (Destino, 2007) me dé suficientes motivos para mantener mi altarcito zen lleno de inciensos y campanas doradas:
“Cuando los animales invadieron los continentes e iniciaron su vida terrestre, llevaron con ellos algo del mar en el seno de sus cuerpos, herencia que transmitieron a sus hijos, y que aún hoy enlaza a los animales con sus remotos orígenes en los antiguos mares. [...] Llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar. [...] Así como la vida empezó en el mar, cada uno de nosotros inicia la suya en el pequeño océano del útero materno, y en las etapas de su desarrollo embrionario se repiten las etapas evolutivas que su especie siguió durante su evolución filogenética.”
Una última hermosura, comparable a eso de las olas viajeras que nacen miles de kilómetros antes de que yo las vea sobre la lengua de piedra de esta playa: plancton, acabo de descubrirlo, significa vagar.
lunes, octubre 08, 2007
Últimamente no hay modo, es la peste. Salgo apurado del trabajo y espero encontrarme NADIE en el agua, pero ya me tomaron ventaja los de las furgonetas, malditos vividores, y pusieron sus quillas sobre el mejor pico, colonizándolo. Hay que sacar el codo y remar fuerte para hacerte con una esquinita que lleve a los grises caminos, ay, pero tampoco en esto te puedes permitir ser elitista, recuérdalo, el buen ciudadano debe compartir los públicos bienes, azules, verdes o grises. Incluso con los seminazis americanos de la base.
Nublado, hoy, buenas derechas. Los niños escuchan y cumplen con su parte, ella ha vuelto, la marejada continúa. Ah.
domingo, octubre 07, 2007
sábado, octubre 06, 2007
La dejé en casa de sus padres con una bolsa para varios días; luego conduje de vuelta. En R3 sonaba música de Preisner. Recordé aquella escena de Blanco, la de la cabina. La misma desolación, el mismo nadaquehacer pero con asuntos tan distintos. Era la música de Preisner, claro, no mis pensamientos quien recordaba y pensaba y se sentía de ese modo.
En la bolsa lleva una blusa negra que recogí del tendedero este mediodía. Cuando vuelva ya se la habrá puesto, y yo la lavaré aparte y la guardaré enseguida.
Esta mañana estuve en una playa distinta. Hacía calor de verano, había chicas de verano y alemanes e ingleses de verano. Apenas entraba medio metro pero azul y sin viento, suficiente. Surforecast me da palmadas en el hombro para mañana. Madrugaré y me daré un baño antes de llamarla para que me diga que todo sigue igual, que puede ser largo, que durmió tranquila, ella también.
O no. O quizá mientras escribo esta tontería ya haya ocurrido. En su casa habrá lágrimas y frases combadas. No hará falta ir al hospital porque en el hospital ya le dijeron que allí no hacía nada, que mejor en casa. Será rápido. Iremos a misa, era creyente. Miraremos a los niños con infinita compasión, nadie se acercará a ellos, a todos nos parecerá oír música de Preisner.
Ella se quedará unos días con sus padres. Yo saldré tarde del trabajo, cocinaré cualquier cosa para mí, veré mucho la televisión, me iré pronto a la cama.
En la bolsa lleva una blusa negra que recogí del tendedero este mediodía. Cuando vuelva ya se la habrá puesto, y yo la lavaré aparte y la guardaré enseguida.
Esta mañana estuve en una playa distinta. Hacía calor de verano, había chicas de verano y alemanes e ingleses de verano. Apenas entraba medio metro pero azul y sin viento, suficiente. Surforecast me da palmadas en el hombro para mañana. Madrugaré y me daré un baño antes de llamarla para que me diga que todo sigue igual, que puede ser largo, que durmió tranquila, ella también.
O no. O quizá mientras escribo esta tontería ya haya ocurrido. En su casa habrá lágrimas y frases combadas. No hará falta ir al hospital porque en el hospital ya le dijeron que allí no hacía nada, que mejor en casa. Será rápido. Iremos a misa, era creyente. Miraremos a los niños con infinita compasión, nadie se acercará a ellos, a todos nos parecerá oír música de Preisner.
Ella se quedará unos días con sus padres. Yo saldré tarde del trabajo, cocinaré cualquier cosa para mí, veré mucho la televisión, me iré pronto a la cama.
viernes, octubre 05, 2007
miércoles, octubre 03, 2007
novela de bolsillo
Diez de marzo de 1989. Pienso en todo lo que he perdido. En los años duros. Los buenos años de la abundancia y las percepciones. Mi dormitorio conserva su figura en la humedad de las paredes; como una cámara mortuoria que guarda el espíritu del príncipe caído.
PERSONAJES PARA UNA NARRACIÓN:
Ellateama. Piensa: su amor te salvará de los espectros; ha venido a espantarte bichos de la cabeza; eso debería bsatar para que seas feliz. Mujer-sumidero donde tus pensamientos (esos que pensabas que tenías) se escurren a mechones. Tengan piedad con ella, porque se cree todo lo que dice, y no hay mayor flagelo, no hay.
El racionalista. Conviene alejarse de ella, piensa, es una comediante o una alienígena, no es humana tanta ingenuidad. Sobrevivir, sobrevivir y dejar atrás la piel que te sobra. Tomar de ella sólo el primer manojo, el más fácil de recoger. Cada quince años el cuerpo se renueva por entero, mueren todas las células y otras viven por un plazo similar. Nada permanece, nos hacemos nuevos a cada tanto.
El descuartizador de la tortuga. Toma decisiones gravísimas que nunca acomete. Soledad, mucha pornografía, terror cuando es de noche y lejos zumba una luz que no se apaga y piensa que Ellateama no está contigo. Morbimortalidad.
El pusilánime. Nada entiende, a nada se atreve, le gustaría ser el racionalista o el descuartizador de la tortuga, le gustaría vivir en algún sitio donde a nadie temiera ni nadie le asustara en una esquina ni le pusieran ranas en los bolsillos.
Daniela es tan joven, tan joven, ama al pusilánime pero sabe que Ellateama lo convirtió en una cuenta de su collar y el nudo de infrasentimientos está demasiado apretado como para que ella, con sus manitas de niña débil, pueda deshacerlo, no sabe, no sabe que sobraría con desabrochar un poco más esa blusa delicada.
La cabeza de la tortuga rodó a sus pies. Detrás de los gruesos cristales de la oficina aún no había amanecido. Quiso romper el caparazón de un golpe seco; las mamparas de poliuretano repitieron el estruendo de la coraza al percutir contra el escritorio.
Cuando yo me vaya, quién sabe si lamentará mi pérdida –el niño cruel imagina su funeral y pasa revista a las lágrimas de los invitados-. Marcharme, ahumar mis papeles y sacar del armario el abrigo gris y ahuyentar al habitante que lo ocupa mientras duermo. Pero antes, antes tengo que cumplir con mi parte en todo este asunto....
El efecto narrativo de esto es eh-evidente: el hombre, confesados sus frecuentes falseamientos, admite también un Antonio falseado y por tanto la existencia de esa narración construida sobre otras narraciones es… um. Pero esto solo hace reforzar el topic de la narración, la necesidad ontológica de construir una historia contra la aniquilación del tiempo. ¿No?
Queridísimo diario. Es pronto aún... Apenas ha anochecido. Bien bien bien, empecemos de nuevo. Un saltito y alehooop. Capítulo primero.
NOTA: EN ESTE CAPÍTULO SE HABLA DE ANTONIO Y DE CÓMO LO CONOCIÓ EN AQUELLA REUNIÓN EN LA QUE NO ESTABA INVITADO, Y QUEDÓ FASCINADO POR SU-SU ARROGANCIA.
La aparición de esos rostros en la multitud; pétalos de una rama negra y húmeda.
Ø Kuoni. Kuoni es el lugar que insistentemente aparece en los anuncios durante el invierno. Playas paradisíacas y templos budistas, atolones, islas circulares llenas de dioses capturados vivos – ¡vivos aún!, qué delicia - > Sé que es invierno por los anuncios de las agencias de viajes.
Ø Escena final: las kookäi o kolkaäi, niñas-hadas, humanoides, purísimas actrices que ríen y lloran a voluntad, fábricas de.
Soy un hombre viejo. Y sobre mí han pasado con inevitable crueldad años y acontecimientos que no he vivido, de los que solo fui el invitado que siempre apura el último vaso cuando los anfitriones
anfitrionesmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
Escena: una noche, acercándonos al desenlace, un helicóptero se detiene junto a la ventana como un insecto prehistórico y alumbra-inunda el dormitorio con los potentes reflectores.
- CLAVE: dramatizado todo el amor no por lo que vale sino por la necesidad vital de crear una historia. Convertir la vida en una historia digna de ser contada, y por eso se exageran las sensaciones como si se hiciera cibernéticamente, sólo para perdurar y ser sublime sin interrupción. Esa verdad la descubren Antonio y el hombre de la tortuga desde su refugio exterior, deciden construir el relato con todos sus instrumentos y viven la vida danzando y con cascabeles, vestidos con camisas blancas, egoístas, aristocráticos, desprendidos, despreocupados. Esa verdad no la descubren, sin embargo, el viejo, el joven perdido y las mujeres, mundanas, vitales (¿misoginia, yo?), quizá porque nunca lo necesitaron –salvo la vaca. Ah, la vaca.
Entonces.
PERSONAJES PARA UNA NARRACIÓN:
Ellateama. Piensa: su amor te salvará de los espectros; ha venido a espantarte bichos de la cabeza; eso debería bsatar para que seas feliz. Mujer-sumidero donde tus pensamientos (esos que pensabas que tenías) se escurren a mechones. Tengan piedad con ella, porque se cree todo lo que dice, y no hay mayor flagelo, no hay.
El racionalista. Conviene alejarse de ella, piensa, es una comediante o una alienígena, no es humana tanta ingenuidad. Sobrevivir, sobrevivir y dejar atrás la piel que te sobra. Tomar de ella sólo el primer manojo, el más fácil de recoger. Cada quince años el cuerpo se renueva por entero, mueren todas las células y otras viven por un plazo similar. Nada permanece, nos hacemos nuevos a cada tanto.
El descuartizador de la tortuga. Toma decisiones gravísimas que nunca acomete. Soledad, mucha pornografía, terror cuando es de noche y lejos zumba una luz que no se apaga y piensa que Ellateama no está contigo. Morbimortalidad.
El pusilánime. Nada entiende, a nada se atreve, le gustaría ser el racionalista o el descuartizador de la tortuga, le gustaría vivir en algún sitio donde a nadie temiera ni nadie le asustara en una esquina ni le pusieran ranas en los bolsillos.
Daniela es tan joven, tan joven, ama al pusilánime pero sabe que Ellateama lo convirtió en una cuenta de su collar y el nudo de infrasentimientos está demasiado apretado como para que ella, con sus manitas de niña débil, pueda deshacerlo, no sabe, no sabe que sobraría con desabrochar un poco más esa blusa delicada.
La cabeza de la tortuga rodó a sus pies. Detrás de los gruesos cristales de la oficina aún no había amanecido. Quiso romper el caparazón de un golpe seco; las mamparas de poliuretano repitieron el estruendo de la coraza al percutir contra el escritorio.
Cuando yo me vaya, quién sabe si lamentará mi pérdida –el niño cruel imagina su funeral y pasa revista a las lágrimas de los invitados-. Marcharme, ahumar mis papeles y sacar del armario el abrigo gris y ahuyentar al habitante que lo ocupa mientras duermo. Pero antes, antes tengo que cumplir con mi parte en todo este asunto....
El efecto narrativo de esto es eh-evidente: el hombre, confesados sus frecuentes falseamientos, admite también un Antonio falseado y por tanto la existencia de esa narración construida sobre otras narraciones es… um. Pero esto solo hace reforzar el topic de la narración, la necesidad ontológica de construir una historia contra la aniquilación del tiempo. ¿No?
Queridísimo diario. Es pronto aún... Apenas ha anochecido. Bien bien bien, empecemos de nuevo. Un saltito y alehooop. Capítulo primero.
NOTA: EN ESTE CAPÍTULO SE HABLA DE ANTONIO Y DE CÓMO LO CONOCIÓ EN AQUELLA REUNIÓN EN LA QUE NO ESTABA INVITADO, Y QUEDÓ FASCINADO POR SU-SU ARROGANCIA.
La aparición de esos rostros en la multitud; pétalos de una rama negra y húmeda.
Ø Kuoni. Kuoni es el lugar que insistentemente aparece en los anuncios durante el invierno. Playas paradisíacas y templos budistas, atolones, islas circulares llenas de dioses capturados vivos – ¡vivos aún!, qué delicia - > Sé que es invierno por los anuncios de las agencias de viajes.
Ø Escena final: las kookäi o kolkaäi, niñas-hadas, humanoides, purísimas actrices que ríen y lloran a voluntad, fábricas de.
Soy un hombre viejo. Y sobre mí han pasado con inevitable crueldad años y acontecimientos que no he vivido, de los que solo fui el invitado que siempre apura el último vaso cuando los anfitriones
anfitrionesmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
Escena: una noche, acercándonos al desenlace, un helicóptero se detiene junto a la ventana como un insecto prehistórico y alumbra-inunda el dormitorio con los potentes reflectores.
- CLAVE: dramatizado todo el amor no por lo que vale sino por la necesidad vital de crear una historia. Convertir la vida en una historia digna de ser contada, y por eso se exageran las sensaciones como si se hiciera cibernéticamente, sólo para perdurar y ser sublime sin interrupción. Esa verdad la descubren Antonio y el hombre de la tortuga desde su refugio exterior, deciden construir el relato con todos sus instrumentos y viven la vida danzando y con cascabeles, vestidos con camisas blancas, egoístas, aristocráticos, desprendidos, despreocupados. Esa verdad no la descubren, sin embargo, el viejo, el joven perdido y las mujeres, mundanas, vitales (¿misoginia, yo?), quizá porque nunca lo necesitaron –salvo la vaca. Ah, la vaca.
Entonces.
martes, octubre 02, 2007
Te vas a arrepentir, dice la vocecita. Te vas a arrepentir.
El pequeño católico que habita dentro de mí no ha dejado de murmurar en todo el viaje. El pequeño católico dice
Estás perdido.
Y no quiero decir confuso ni desorientado
ni en un cruce ignoto de caminos,
sino fulminado, yerto ya,
inerte aun vivo aún.
¿Eso es todo?, pregunté. Y en la habitación más desolada de la casa que compartíamos, Ellaenemiga, en lugar de peinarme con los dedos y decirme mi niño o desabrocharse un corchete, blandió dos ojos nuevos y una sonrisa de confirmación.
Eso es todo. Así que recoge tus cosas y te vas. O quédate hasta que encuentres algún sitio. Pero encuéntralo pronto, mi amor, porque todo termina, ¿verdad?, todo tiene un final. Lo aprendemos en las películas. Desde chicos nos adiestran como a cachorritos para no llorar demasiado cuando ocurre.
Si ninguna palabra va a producir un efecto,
si nadie oye lo que digo en esta cabina,
si las líneas punteadas que hay al final
del manual del conductor son justas,
están contadas, me dicen lo que puedo llegar a decir,
si eso es lo estipulado
voy a devorar mi ración de antimateria
Yo, nadificado, nidificado en la nada.
El pequeño católico vuelve a sonreír. Ha entendido que seremos castigados del algún modo, así que no importa que mis ojos se llenen de pornografía y cromos infantiles. Porque el castigo garantiza que nada fue en vano.
El ingrato no entiende, no consigo hacerle entender, que nada tiene efecto.
Pero yo sí lo entiendo.
Por eso oculto al pequeño católico bajo otro sedimento de autocompasión. Bien a mano, no obstante, para cuando lo necesite.
Las noches serán frías allá adonde voy, los pensamientos chiflarán como chicharras, y a fin de cuentas ha sido un compañero leal todos estos años.
El pequeño católico que habita dentro de mí no ha dejado de murmurar en todo el viaje. El pequeño católico dice
Estás perdido.
Y no quiero decir confuso ni desorientado
ni en un cruce ignoto de caminos,
sino fulminado, yerto ya,
inerte aun vivo aún.
¿Eso es todo?, pregunté. Y en la habitación más desolada de la casa que compartíamos, Ellaenemiga, en lugar de peinarme con los dedos y decirme mi niño o desabrocharse un corchete, blandió dos ojos nuevos y una sonrisa de confirmación.
Eso es todo. Así que recoge tus cosas y te vas. O quédate hasta que encuentres algún sitio. Pero encuéntralo pronto, mi amor, porque todo termina, ¿verdad?, todo tiene un final. Lo aprendemos en las películas. Desde chicos nos adiestran como a cachorritos para no llorar demasiado cuando ocurre.
La celdita comenzó a apretar sus paredes en torno a mí. Yo clavé las uñas en las baldosas y comencé a escarbar y escarbar hasta que aparecieron huesos humanos, ánforas, exvotos funerarios, inscripciones, y, detrás, estratos de geológicas edades, y más allá planchas de magma, hierro líquido, centellas. Sentado en el centro de todo, donde no se oyen sus pisadas alejándose ni la cisterna ni las palmas de sus pies pegadas a las losas del baño, pude dejarme de comedias y despanzurrarme a gusto en la nada y entender que incluso Ellaenemiga es apenas un grano de nada y no el vórtice, la causante de ningún microuniverso frente a todas las cosas horribles que a diario muele la televisión. Porque cada vida es nada. Y nada es crucial.
Y por eso, embobarse con las cremalleras que de izquierda a derecha corren y descorren la playa es tan sublime como hacer sonar los címbalos sacrificiales alrededor de un sembrado de habas hasta que te sangren los dedos.
Y por eso, embobarse con las cremalleras que de izquierda a derecha corren y descorren la playa es tan sublime como hacer sonar los címbalos sacrificiales alrededor de un sembrado de habas hasta que te sangren los dedos.
Si ninguna palabra va a producir un efecto,
si nadie oye lo que digo en esta cabina,
si las líneas punteadas que hay al final
del manual del conductor son justas,
están contadas, me dicen lo que puedo llegar a decir,
si eso es lo estipulado
voy a devorar mi ración de antimateria
antes de desaparecer.
Yo, nadificado, nidificado en la nada.
El pequeño católico vuelve a sonreír. Ha entendido que seremos castigados del algún modo, así que no importa que mis ojos se llenen de pornografía y cromos infantiles. Porque el castigo garantiza que nada fue en vano.
El ingrato no entiende, no consigo hacerle entender, que nada tiene efecto.
Pero yo sí lo entiendo.
Por eso oculto al pequeño católico bajo otro sedimento de autocompasión. Bien a mano, no obstante, para cuando lo necesite.
Las noches serán frías allá adonde voy, los pensamientos chiflarán como chicharras, y a fin de cuentas ha sido un compañero leal todos estos años.
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