Tenemos el tiempo en contra.
En el dieciséis bastaba con conocer
un puñado de grecolatinos
cuyos tratados y poemas cabían
en un solo estante.
Poseer un manuscrito
con versos en sánscrito
o hablarle de Safo y de Catulo
a una cortesana
parecía una excentricidad.
En el diecisiete era suficiente
con añadir dos o tres anaqueles
al primero, que ya cobijaba nobles polillas,
y dejar bien claro que uno se sabía
de memoria una tirada de Lope
y el argumento de las obras más raras de Corneille.
En el dieciocho tenías que decir
que volvías a leer a Ovidio de cuando en cuando,
sobre todo para descansar
de los compendios de botánica austral
con los que cabeceabas la siesta
antes de redactar una carta
solicitando tu admisión
en el Círculo de Amigos del País.
Desafortunadamente,
tu cámara se iba haciendo cada vez más pequeña
y tuviste que mandar que construyeran
una escalera con ruedas
para acceder a los diccionarios, las gramáticas
y, especialmente, al atlas ilustrado de López Ruano.
En el diecinueve lo primero era hacerle sitio
a la Enciclopedia Británica,
y al lado las monografías,
los estudios filológicos y, maldición,
las antologías poéticas
que algún imbécil ya andaba preparando.
Después fue necesario dedicarse a las novelas,
prolijamente clasificadas por idioma,
autor y fecha de edición,
y cada tanto reunirte
con otros como tú
para que no se te escapara ninguna novedad,
si bien recibías en tu casa
distintos mercurios y gacetillas literarias
que te mantenían sucintamente informado.
Llegó el veinte jodiéndonos
con los primeros manifiestos vanguardistas.
Ya no dabas abasto para formarte juicios
-argumentados juicios, se entiende-
sobre la coherencia intelectual de tal o cual escritor,
de quien se sabía
-el ama de llaves lo había asegurado-
que no cerraba los ojos
sin haber rezado antes un rosario.
Con cierta prudencia debías integrarte
en algún grupo de renovadores integrales,
sin enfadar demasiado a los dueños integristas de las editoriales
y dejando expeditas esas íntegras convicciones
que tan pronto se verían anticuadas.
No bastaba una sola habitación
para darle cabida a tanto polvo
que se acumulaba sobre los lomos
de los libros y de los discos de pizarra
que hacías sonar
para que te inspiraran a escribir
ese poema estilo Kavafis que nunca salía.
En las tabernas bebías duro lo que hubiera
pero la tesis que no acababas
intentaba buscarle una aplicación contemporánea
a las teorías de Castelvietro
sobre el arte de la comedia.
Te indignaba
el convencionalismo moral del teatro,
te seducían las chicas de las salas de fiestas,
recelabas ya un tanto del imperialismo estadounidense
y no dejabas de repetir
que el futuro de la literatura en español
estaba en Hispanoamérica.
No dormías, recibías más revistas
de las que podías desempapelar
y más poemarios lumen de los que podías guillotinar,
te lamentabas de lo pronto que te hacías viejo
y decidías ampliar otra vez el estudio,
aun a riesgo de que la sala de estar
acabara pareciendo un camarote.
En los sesenta la batalla estaba perdida.
Hasta ese momento
te habías resistido al nuevo enemigo
dedicándole un presuntuoso desprecio,
pero la aparición de Cahiers du cinéma
hizo vanas tus renuencias.
Y así, mientras intentabas recopilar discos de jazz,
te esforzaste por aprender a pronunciar
extraños apellidos que, repetidos,
parecían fórmulas mágicas:
Fastbinder, Strongheim, Chabrol,
como si de pronto fuera a materializarse, chof,
un diablillo sobre tu escritorio de madera de haya.
Por fortuna todavía era de mal gusto
decir que el cine norteamericano
era más que una industria.
En los setenta tu biblioteca crecía tanto
como las estanterías que formaban sonrisas
con el peso de los discos de folk.
La aparición de los reproductores de vídeo
en los ochenta hizo que no quedara
un solo hueco libre en las paredes de tu casa,
que, por otra parte, ya no tendrías que pintar cada verano.
En los noventa renunciaste al ordenador personal
pero sólo por un tiempo,
porque después de leer aquel artículo
sobre las bases de datos y los grupos de noticias
entendiste que habría encargar en Crisol
dos o tres manuales de software.
Y luego las colecciones de los periódicos,
los fascículos, los diez mil títulos
que se publican cada año,
la música contemporánea, los festivales de cine,
las exposiciones temporales,
los museos al aire libre, los viajes,
los hoteles con encanto,
el Discovery Channel,
la National Geographic,
el Moma, el Macba, la Tate Modern, el Pompidou,
los congresos, las ediciones anotadas,
las casas colgantes de Cuenca,
la decoración de interiores, la filosofía oriental,
la playa de Bolonia, la adolescencia infinita,
los neocon, el montaje del director, la versión expandida,
las reediciones, el fallo de los jurados, el revisionismo,
la noche temática, el cine animado para adultos.
Tenemos el tiempo en contra.
Ahora que no hay modo de saberlo todo
y que saber un poco de algo de nada sirve,
tal vez sería mejor si desconocieras el origen de cada cosa;
y detenerte, quizá, en asuntos menores y tontos
como, por ejemplo, el niño de cuatro años
que grita en el pasillo para que le dejes entrar.
Pero casi nunca.