miércoles, septiembre 26, 2012

Sólo Cospedal lo entendió, cráneo privilegiado: era un golpe de Estado, se trataba de que lo fuera. Pero sin orugas ni abalorios militares el efecto queda muy deslucido. Pero qué miedo instantáneo, ¿eh?, os habéis tenido que proteger con todos esos robocops con barriga, e incluso os habéis sentido encerrados durante casi media hora, rotundo éxito. Y ahora, mientras os descalzáis en el recibidor de casa y decís vaya nochecita, hay una parte de vosotros que se pregunta si será verdad eso de no va a pasar nada.
Aviso: cualquier día me enfurruño, me siento un rato y escribo una novela de título grandilocuente sobre toda esta mierda. Ah, cuidado.

   Miguel Brieva, thanks.

lunes, septiembre 17, 2012

Soy implacable, escribo para derrotarlos, ellos huyen de mí, no es la primera vez que pasa, a las 12.10 pm yo hago uhhh y a las 14.30 pm ellos se escabullen con sus nietos y su marqués del bracete por la calle Pez. Qué bárbaro, qué certero.

martes, septiembre 04, 2012


Para escribir una novela hace falta un motivo. Y no quiero decir causa, razón ni propósito, sino motivo en el sentido de una labor de costura. Flores, mariposas, perritos, iniciales para las toallas: hay miles de webs cargadas de motivos que se ofrecen gratis sin necesidad de incurrir en la usurpación porque nadie considera que el dibujito con el que se adorna un paño de cocina pueda tener patente ni derechos devengados.
Si no es demasiado torpe, el novelista copiará la estructura de cualquier novela del canon o fingirá un ritmo cinematográfico. Si carece de estilo, escribirá frases muy cortas con apenas dos deslices de lirismo al final de cada capítulo, vigilando los excesos léxicos que pudieran desconcertar a un bachiller.
No sucederá, pero si alguien se lo pregunta, el novelista asegurará que la madurez literaria se adquiere cuando la palabra se desprende de cuanto le sobra, que el adorno no hace sino entontecer el argumento y que, en definitiva, el adjetivo mata. Con tanto aplomo defenderá estas cosas que el propio novelista acabará creyendo en ellas, y qué descanso entonces comenzar a escribir sin sentirse juzgado en cada párrafo, sin sentirse simple sino sencillo, directo, norteamericano.
Así, el novelista habrá superado las zanjas de la estructura y el estilo, y se enfrentará a lo que considera las bases verdaderas de su faena: los personajes y el argumento.
Antes de albergar ninguna idea acerca del argumento, el novelista confía en su sagacidad para construir buenos personajes, se siente fuerte en este campo porque es la parte más agradecida de su trabajo, los personajes se crean solos, basta con imaginar edad, situación, sexo, economía, disponer el especimen sobre un tablero y dejar que se mueva sin intervenir demasiado.
El argumento, sin embargo, hace que se retuerza en la cama. Si espera vender mucho, el novelista sabe que la trama es el verdadero factor del éxito, la única posibilidad de que a una productora le interese adquirir los derechos y hacer una película, y entonces fin a la hipoteca, fin a las navidades en casa, fin a escribir novelas; si no sueña con esas cosas y le basta con escribir una novela de autor, no puede olvidar que la diferencia entre un lujo literario y una buena novela sigue siendo, al fin, el argumento.
Por eso dispone sobre su mesa las hojas con esquemas, distribuye distintos golpes de efecto, siente la tentación de introducir crímenes y agentes de policía porque de un modo bastante primitivo el novelista sigue pensando que a los lectores sólo los mantiene despiertos la novela negra.
Zigzagueando entre todos estos inconvenientes, el novelista habrá llegado al final, habrá corregido el texto primero, se lo habrá ofrecido a la persona que duerme a su lado o a un amigo de quien espera la justa ración de hipocresía, y entonces se enfrentará a la terrible, cruel pregunta que no llegó a plantearse durante todos esos meses/años; una pregunta tan ingenua lanzada justo en el instante en el que extiende los folios y los ofrece con cierto desdén, como diciendo no confío mucho en tu criterio pero venga.
-¿Y de qué va esto? -preguntan su pareja, su amigo, su editor.
El novelista comprenderá demasiado tarde, con doscientas cincuenta páginas a sus espaldas, por qué una novela, antes de ninguna otra cosa, necesita un motivo.