"Todas las mañanas, cuando leo el periódico
me asomo a mi agujero pequeñito.
Fuera suena el mundo, sus números, su prisa,
sus furias que dan a una su zumba y su lamento.
Y escucho. No lo entiendo.
Los hombres amarillos, los negros o los blancos,
la Bolsa, las escuadras, los partidos, la guerra:
largas filas de hombres cayendo de uno en uno.
Los cuentos. No lo entiendo.
Levantan sus banderas, sus sonrisas, sus dientes,
sus tanques, su avaricia, sus cálculos, sus vientres
y una belleza ofrece su sexo a la violencia.
Lo veo. No lo creo.
Yo tengo mi agujero oscuro y calentito.
Si miro hacia lo alto, veo un poco de cielo.
Puedo dormir, comer, soñar con Dios, rascarme.
El resto no lo entiendo."
Yo tampoco entiendo nada, la estupefacción es superior al dolor de tripa, todo es tan feo y hostil, todo lo que circunda a esta playa pequeñita, agujero en el mundo, sumidero donde se pierde esa tunda terrible. Sí, ya sé, me pasa lo mismo que a todos. No hay donde poner el ojo sin que sangre. A oscuras, mejor, y a tientas.
Y luego en cambio ocurren cosas extrañas: en el interior de Clea algo se produce de un modo suave y perfecto, un chico de dieciséis decide en 2009 comenzar a escribir a máquina, porque encuentra que el carro de tinta tiene más víscera que el blanco documento de Word, y le salen experimentos pasmantes como éste:
Como dice el de arriba, Sr. Director del Consejo de Administración, váyase usted a un carajo medianamente hermoso, le concedo lo de hermoso. Mientras, nosotros, los demás, seguiremos jodidos pero felices en el tránsito de buscar las cosas que nos hacen olvidarnos de usted.