Para escribir una novela hace falta un
motivo. Y no quiero decir causa, razón ni
propósito, sino motivo en el sentido de una labor de
costura. Flores, mariposas, perritos, iniciales para las toallas:
hay miles de webs cargadas de motivos que se ofrecen gratis sin necesidad de incurrir en la
usurpación porque nadie considera que el dibujito con el que se
adorna un paño de cocina pueda tener patente ni derechos
devengados.
Si no es demasiado torpe, el novelista copiará la estructura de cualquier novela del canon o fingirá un ritmo cinematográfico. Si carece de estilo, escribirá frases muy cortas con apenas dos deslices de lirismo al final de cada capítulo, vigilando los excesos léxicos que pudieran desconcertar a un bachiller.
No sucederá, pero si alguien se lo pregunta, el novelista asegurará que la madurez literaria se adquiere cuando la palabra se desprende de cuanto le sobra, que el adorno no hace sino entontecer el argumento y que, en definitiva, el adjetivo mata. Con tanto aplomo defenderá estas cosas que el propio novelista acabará creyendo en ellas, y qué descanso entonces comenzar a escribir sin sentirse juzgado en cada párrafo, sin sentirse simple sino sencillo, directo, norteamericano.
Así, el novelista habrá superado las zanjas de la estructura y el estilo, y se enfrentará a lo que considera las bases verdaderas de su faena: los personajes y el argumento.
Antes de albergar ninguna idea acerca del argumento, el novelista confía en su sagacidad para construir buenos personajes, se siente fuerte en este campo porque es la parte más agradecida de su trabajo, los personajes se crean solos, basta con imaginar edad, situación, sexo, economía, disponer el especimen sobre un tablero y dejar que se mueva sin intervenir demasiado.
El argumento, sin embargo, hace que se retuerza en la cama. Si espera vender mucho, el novelista sabe que la trama es el verdadero factor del éxito, la única posibilidad de que a una productora le interese adquirir los derechos y hacer una película, y entonces fin a la hipoteca, fin a las navidades en casa, fin a escribir novelas; si no sueña con esas cosas y le basta con escribir una novela de autor, no puede olvidar que la diferencia entre un lujo literario y una buena novela sigue siendo, al fin, el argumento.
Por eso dispone sobre su mesa las hojas con esquemas, distribuye distintos golpes de efecto, siente la tentación de introducir crímenes y agentes de policía porque de un modo bastante primitivo el novelista sigue pensando que a los lectores sólo los mantiene despiertos la novela negra.
Zigzagueando entre todos estos inconvenientes, el novelista habrá llegado al final, habrá corregido el texto primero, se lo habrá ofrecido a la persona que duerme a su lado o a un amigo de quien espera la justa ración de hipocresía, y entonces se enfrentará a la terrible, cruel pregunta que no llegó a plantearse durante todos esos meses/años; una pregunta tan ingenua lanzada justo en el instante en el que extiende los folios y los ofrece con cierto desdén, como diciendo no confío mucho en tu criterio pero venga.
-¿Y de qué va esto? -preguntan su pareja, su amigo, su editor.
El novelista comprenderá demasiado tarde, con doscientas cincuenta páginas a sus espaldas, por qué una novela, antes de ninguna otra cosa, necesita un motivo.
Si no es demasiado torpe, el novelista copiará la estructura de cualquier novela del canon o fingirá un ritmo cinematográfico. Si carece de estilo, escribirá frases muy cortas con apenas dos deslices de lirismo al final de cada capítulo, vigilando los excesos léxicos que pudieran desconcertar a un bachiller.
No sucederá, pero si alguien se lo pregunta, el novelista asegurará que la madurez literaria se adquiere cuando la palabra se desprende de cuanto le sobra, que el adorno no hace sino entontecer el argumento y que, en definitiva, el adjetivo mata. Con tanto aplomo defenderá estas cosas que el propio novelista acabará creyendo en ellas, y qué descanso entonces comenzar a escribir sin sentirse juzgado en cada párrafo, sin sentirse simple sino sencillo, directo, norteamericano.
Así, el novelista habrá superado las zanjas de la estructura y el estilo, y se enfrentará a lo que considera las bases verdaderas de su faena: los personajes y el argumento.
Antes de albergar ninguna idea acerca del argumento, el novelista confía en su sagacidad para construir buenos personajes, se siente fuerte en este campo porque es la parte más agradecida de su trabajo, los personajes se crean solos, basta con imaginar edad, situación, sexo, economía, disponer el especimen sobre un tablero y dejar que se mueva sin intervenir demasiado.
El argumento, sin embargo, hace que se retuerza en la cama. Si espera vender mucho, el novelista sabe que la trama es el verdadero factor del éxito, la única posibilidad de que a una productora le interese adquirir los derechos y hacer una película, y entonces fin a la hipoteca, fin a las navidades en casa, fin a escribir novelas; si no sueña con esas cosas y le basta con escribir una novela de autor, no puede olvidar que la diferencia entre un lujo literario y una buena novela sigue siendo, al fin, el argumento.
Por eso dispone sobre su mesa las hojas con esquemas, distribuye distintos golpes de efecto, siente la tentación de introducir crímenes y agentes de policía porque de un modo bastante primitivo el novelista sigue pensando que a los lectores sólo los mantiene despiertos la novela negra.
Zigzagueando entre todos estos inconvenientes, el novelista habrá llegado al final, habrá corregido el texto primero, se lo habrá ofrecido a la persona que duerme a su lado o a un amigo de quien espera la justa ración de hipocresía, y entonces se enfrentará a la terrible, cruel pregunta que no llegó a plantearse durante todos esos meses/años; una pregunta tan ingenua lanzada justo en el instante en el que extiende los folios y los ofrece con cierto desdén, como diciendo no confío mucho en tu criterio pero venga.
-¿Y de qué va esto? -preguntan su pareja, su amigo, su editor.
El novelista comprenderá demasiado tarde, con doscientas cincuenta páginas a sus espaldas, por qué una novela, antes de ninguna otra cosa, necesita un motivo.
4 comentarios:
la verdad es que, si la cosa se parece a esto, no sé qué hace tanta gente escribiendo novelas.
Me parece que hacerlo es un subterfugio (bueno y legítimo) para no pensar en otras cosas y para ganarte el derecho de que te dejen en paz: niño, no grites que mamá está escribiendo su novela.
Espero que ese escritor encuentre pronto el motivo de su novela (sobre todo si el texto es autobiográfico).
Aprovecho para darte la enhorabuena por "Nada es crucial" y "Ensimismada correspondencia", disfruté mucho la lectura de ambos. Me falta "Rosas..." pero aún no me he hecho con él. Todo se andará.
Un saludo.
Hola, soy un simple lector que hace dos minutos acaba de terminar su obra 'Nada es crucial', y bueno... Quisiera mandarle una carta, una de verdad, con remitente. Y decirle lo mucho que me ha gustado. Que lo amo.
¿Tiene una foto suya al estilo de colgar en paredes, de esas que pueden ponerse de perfil en facebook, o de esas bonitas de grano duro que se suben a tumblr?
Porque lo quiero junto a otros retratos que tengo.
Soy fan.
Disculpas. Prometo no volverme a escribir a mí mismo ningún anónimo. Es la última vez que lo hago, de verdad.
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