lunes, julio 23, 2018


Aparecía en Democracia, apenas durante un par de páginas, un personaje secundario que se llamaba Detlef. Alemán expatriado en Portugal, un tanto decadente, sabía algo de carpintería y construía muebles bastos para su casa. Una casa en un valle lleno de higueras tan cerca del mar que se escucha el ralentí de la marejada. Un cobertizo, un taller, maderos, herramientas, una pick up, parterres con flores, un gato. Todo eso existió, no era novelesco. Pasé muchas noches en una de las habitaciones de esa casa, escribiendo páginas de Democracia y de Los libros repentinos, y también sin escribir ninguna cosa, tan sólo descansando de la paliza del mar y esperando a que amaneciera para la siguiente sesión de boxeo acuático. Detlef era un anfitrión muy amable que buscaba cualquier ocasión, a veces indebida, para conversar contigo en una mezcla de inglés y portugués muy creativa. Siempre acababa ofreciéndote una cerveza, aunque esperaba a que tú lo hicieras antes. Y al final, cuando ya te marchabas, te honraba con un tarro de mermelada de albaricoque, y te insistía en que cada vez que te sirvieras utilizaras una cuchara limpia para que no se oxidara.
Detlef era un gran tipo, un verdadero desastre que andaba en calzoncillos por el monte y escuchaba rock alemán de los ochenta.
Debió de ser de los primeros extranjeros en descubrir ese lugar, me lo imagino negociando con los aldeanos portugueses, que lo observarían desconcertados, y levantando aquella casa en ruinas que escalaba en la loma. Desde allí se veía todo el valle, el sol se ponía a la espalda y hacía brillar los campos de puro verano.
Detlef ha muerto. Me lo dijo una amiga a quien me encontré volviendo de la playa, feliz y quemado de sol. Una enfermedad en la sangre, sólo pudo decirme. Viajó a Alemania, le recetaron alguna cosa que no quiso tomar, tratamientos, pruebas. Eso no encajaba con Detlef. Volvió a su aldea portuguesa, y murió allí.
No tiene mucha importancia, pero nunca le dije que aparecía en la novela. No se lo dije, sin más. Supongo que por vergüenza o timidez. Ahora pienso que le habría gustado saberlo. Que se habría sentido aún más excéntrico, distinguido por sus rarezas.
Y me imagino su casa, su casa deshabitada, crujiendo como un navío. La pick up, las herramientas. Todo pudriéndose de sal y de relente.



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