lunes, octubre 15, 2007

[rescatado de una caja secular]

Antes del amanecer conduje durante dos horas
hasta el primer pueblo que aparecía en nuestro pequeño mapa de exploradores,
punto minúsculo en el verde del pantano donde
tú y yo
dejábamos morir los días
como si pudiéramos recuperarlos
a cambio de uno de nuestros viejos billetes azules.
La carretera subía hasta el acantilado
que aparecía fotografiado en el libro de visitas del hotel.
Luego se convertía en una cañada
por donde no había pastado un rebaño en doce siglos,
pero yo conducía un gran coche que,
según el ingeniero titular de la planta de Nawano,
había superado con inmejorables calificaciones
todas las pruebas del “túnel de los vientos”,
Japón, 13 de octubre de 1999.
Las piedras y loss fosos del camino eran impurezas delicadas.
Cuando llegué al pueblo-punto-minúsculo,
una ligera neblina cubría las calles como cubren
tus dedos mis ojos cuando quieres decirme alguna cosa obscena.
Temiendo desbaratarle el sueño a sus habitantes
con el rugido de los motores,
me detuve a las afueras del pueblecito y caminé dos kilómetros
con las manos guardadas en el abrigo.
Confirmadas mis suposiciones,
el lugar era un agujero de casas de adobe
donde malvivían doscientas personas
que se reproducían sin excesiva dedicación
y con evidentes inclinaciones hacia la endogamia,
había tantos desdentados.
Mi objetivo era conseguir a un precio razonable
algunos alimentos que nos permitieran
sobrevivir durante dos semanas más
en nuestro refugio de madera y sexo del pantano.
Allí vivíamos desde hacía un mes -un mes tortuoso-
como una pareja de animales felices y voraces
que ha recibido el encargo de regenerar su especie.
Recuerdo que entonces

estabas firmemente decidida a no volver a probar
un bocado de carne que pudiese obstruir tus arterias y
yo
aplaudía la decisión porque había comprobado
que desde tu metamorfosis
el sabor de tus fluidos vaginales
había adquirido matices ciertamente deliciosos.
De manera que canjeé mi papel moneda
por una caja de ciruelas rojas,
apio, calabazas del terror, manzanas de lo evidente,
ajo, habas de la ignorancia, legumbres del ascetismo,
coles, uvas de la voluptuosidad, maíz de los niños perdidos
y cinco zanahorias para mi conejita.
Añadí una docena de botellas de vino,
un par de sandalias de cuero para tus tobillos desnudos
y una hermosa soga de esparto que utilicé
para asegurar las botellas en el asiento trasero del invento de Nawano,
y regresé al refugio conduciendo con amplios movimientos
por la carretera de la montaña.
Yo era feliz
porque pensaba que junto a ti
había conseguido eliminar una por una
todas las repulsivas miserias
que durante años hicieron de mis años
la miseria de los pensamientos.
Era feliz
porque pensaba que a tu lado
se habían desvanecido, como se desvaneció
la niebla de aquella mañana incierta,
los pensamientos miserables de los hombres-miseria.
Cuando llegué a ti, es decir, a nuestra reserva de animales herbívoros,
estaba muy cerca del extremo menos cortés de la locura.
Mis pensamientos, mis pensamientos miserables,
me habían conducido a absurdas teologías
acerca de la existencia, el amor y los productos de limpieza.
Los productos de limpieza -los libros y los narcóticos-
con los que abrillantaba mis zapatos y mi egoísmo.
Despiadado egoísmo.
Con las piezas sobrantes de la compasión
había construido un muro, un perfecto muro cúbico
que envolvía la miseria y la protegía de los rayos del sol,
de la niebla y de los brazos ajenos cargados de puños.
Como un niño o como un chimpancé aterido en el ártico,
aprendí a destilar del egoísmo las calorías y las palabras
necesarias para sobrevivir en el mundo corajudo
que años atrás creé a mi imagen y semejanza.
Aquel era mi refugio.
aquel era mi refugio,
entre las grandes avenidas superpobladas de la ciudad de paumanok.
En el refugio sobrevivía, pero no era feliz.
Me faltaban aplausos.
Me faltaban voces.
Verdades.
Juegos.
Alguien.
No es bueno que el espejo refracte una sola imagen.
Los espejos necesitan multitudes.
La unidad es un gorila ebrio que sacude sus grandes manos
sobre la vitrina de los tesoros de cristal.
Yo era sabio.
Y no era nada.
Porque no tenía reflejo.
Porque no tenía nadie.
Sabio sabía que necesitaba una vagina.
Un hombre necesita una vagina
a la que dar sus apellidos,
a la que colmar de atenciones,
una vagina-nido-refugio-reserva donde pasar las noches
cuando las cosas hostiles son hostiles
y la tormenta no cesa
porque no quiere dejar de existir sobre las cabezas humanas.
Una vagina a la que decirle voy a volver.
Una higiénica y bien perfumada.
Una donde guardar y guarecerse.
Porque una vagina salva al hombre de la locura.
Y la locura está muy cerca.
Sabio sabe que la locura es un personaje decisivo que ronda los hogares
donde duermen los niños perdidos en los maizales.
Que suele pilotar un viejo stuka con el que cruza en vuelos rasantes
los campos de maíz cortando con las hélices
los cabellos de los niños perdidos.
Y los niños corren desesperados por el maizal
buscando un árbol, sólo un árbol-vagina-nido,
donde ocultarse de la hélice del stuka.
Pero para ellos la infancia, país misterioso, no tiene árboles,
no tiene árboles.
No era fácil encontrar una vagina.
No fue nada fácil dar contigo.
Aquella mañana incierta,
feliz y despreocupado,
conducía por la carretera de la montaña
clavando el acelerador en cada una de las curvas
con la precisión de un piloto de pruebas del túnel de los vientos.
Ah, mi conejita,
mi niña herbívora.
Recuerdo que durante el camino de regreso
jugué a imaginarte acurrucada
y en mi juego roías sin cesar una zanahoria cruda
con tus pequeños dientecitos perfectos
mientras yo recorría mis zonas favoritas de tu cuerpo
con un pincel que de cuando en cuando
humedecía en las papilas anaranjadas de tu lengua
y de cuando en cuando saltabas
para roerme la nariz
con tus perfectos dientecitos.
Sí, imaginaba que disputábamos por cualquier motivo inocente
como dos cachorros carnívoros
que en la niñez se ejercitan para la cacería de los adultos.
La niebla se convirtió en un mediodía brillante.
Por la carretera húmeda de labios el automóvil
se deslizaba como una esquiadora habilidosa
que sabe que su amado la espera al pie de la colina.
Sabio sabe que nadie le espera.
Sabio no maldice, sin embargo, su destino,
porque sabio sabe que todo sucede según su voluntad.
Sabio no entiende, sin embargo, tanto engaño snetimental
Atrás quedaba la carretera tortuosa, hagamos tópico,
el mes tortuoso de nuestra hibernación
cuando detuve el producto de Nawano
junto al cercado de piedras del hogar de los herbívoros.
Dije tu nombre en voz alta.
No respondías.
En el asiento trasero la soga
era una serpiente adánica
que se burlaba de mí con una sonrisa.
Te busqué por todas las habitaciones de la casa
y después por todas las habitaciones del bosque
y todas las habitaciones de los hoteles cercanos
y de los países cercanos
y de las galaxias lejanas de ti y de mi corazón hibernado.
Olfateé tu rastro de verduras y sexo
por todas las habitaciones que existen,
gasté todos mis billetes azules
en complicados viajes que duraron meses,
y no estabas, NO ESTABAS,
no estabas, no estabas.
Agoté las ruedas del magnífico invento japonés
detrás de ti, detrás de nada.
dejé mis señas a todas las personas del camino
por si daban contigo
en alguna cueva de osos o en las manos
de un gorila de veinticinco apartamentos de altura.
Y no estabas, no estabas, no estabas, no estabas en este maldito planeta,
pequeño como un puño,
este maldito planeta del que te fugaste con un alienígena
demasiado veloz para los ingenieros de Nawano.
Sabio sabe te has ido.

Ahora, la ciudad que habito como un extraño
abraza una ensenada en forma de anfiteatro.
Sobre la ciénaga de la ensenada se clavan
los cimientos de las factorías de hidrocarburos
que la niebla gris impide ver a la luz del día,
pero cuando anochece sobre la costa brotan miles de lámparas
que convierten la ciudad en un magnífico observatorio de fuego.
Es muy hermoso.
Pienso que detrás de cada una de las luces
hay operarios envueltos en niebla gris
que consagran su jornada a hacer que las luces no se apaguen.
Pienso que hay dos ojos clavados en cada llamita.
Y hoy, que vivo en la gran ciudad como un extraño,
recuerdo el viaje de ida y vuelta hasta el pueblo de las nieblas blancas
y pienso que no eres tú a quién perdí en el camino.
He concluido que tú nunca estabas.
que eras niebla blanca, gris,
que sólo estaba yo junto a los pensamientos sin miseria,
el vino viejo y las zanahorias de los dientes perfectos.
He concluido que tú-nada-niebla, no hiciste ningún acto heroico
para burlar la vulgaridad de los hombres-miseria,
que sólo yo he conseguido la salvación
gracias a ti y a pesar tuya.
Por ese motivo camino por las grandes avenidas de la ciudad de Paumanok
y silbo una canción de cuna que apacigua a los osos y a los gorilas,
y pienso que las luces de la ensenada me dictan
fielmente el camino que conduce hasta
la habitación donde vives.
Pero ya no te busco a ti, mi niña herbívora,
mi conejita mutilada,
conejita sin suerte,
no digo tu nombre en voz alta,
no traigo sandalias de cuero para tus tobillos desnudos,
he olvidado las líneas que formaban tu rostro,
a voluntad he olvidado los ángulos imprecisos de tu rostro.
Ahora sé que tu nombre carece de importancia.
Porque soy yo quien escribe al punto tus diálogos.

3 comentarios:

Lara dijo...

Pero qué bestia eres.

Y cómo he disfrutado.

Subrayo con el dedo en la pantalla, una frase, otra. El rastro del dedo se borra porque siempre hay más.

No sé si este lugar plano es más seguro que mi polvorienta estantería, pero yo subrayo con el dedo y luego siempre hay más, y el dedo se me borra.

Anónimo dijo...

GRRRRRRR!
Besos

Gemma dijo...

Leer, por ejemplo:
"Yo era feliz
porque pensaba que junto a ti
había conseguido eliminar una por una
todas las repulsivas miserias
que durante años hicieron de mis años
la miseria de los pensamientos.
Era feliz
porque pensaba que a tu lado
se habían desvanecido, como se desvaneció
la niebla de aquella mañana incierta,
los pensamientos miserables de los hombres-miseria."

Y luego, eso de que:
"No es bueno que el espejo refracte una sola imagen.
Los espejos necesitan multitudes."

Puro y brillante.
Saludos