El pequeño católico que habita dentro de mí no ha dejado de murmurar en todo el viaje. El pequeño católico dice
Estás perdido.
Y no quiero decir confuso ni desorientado
ni en un cruce ignoto de caminos,
sino fulminado, yerto ya,
inerte aun vivo aún.
¿Eso es todo?, pregunté. Y en la habitación más desolada de la casa que compartíamos, Ellaenemiga, en lugar de peinarme con los dedos y decirme mi niño o desabrocharse un corchete, blandió dos ojos nuevos y una sonrisa de confirmación.
Eso es todo. Así que recoge tus cosas y te vas. O quédate hasta que encuentres algún sitio. Pero encuéntralo pronto, mi amor, porque todo termina, ¿verdad?, todo tiene un final. Lo aprendemos en las películas. Desde chicos nos adiestran como a cachorritos para no llorar demasiado cuando ocurre.
La celdita comenzó a apretar sus paredes en torno a mí. Yo clavé las uñas en las baldosas y comencé a escarbar y escarbar hasta que aparecieron huesos humanos, ánforas, exvotos funerarios, inscripciones, y, detrás, estratos de geológicas edades, y más allá planchas de magma, hierro líquido, centellas. Sentado en el centro de todo, donde no se oyen sus pisadas alejándose ni la cisterna ni las palmas de sus pies pegadas a las losas del baño, pude dejarme de comedias y despanzurrarme a gusto en la nada y entender que incluso Ellaenemiga es apenas un grano de nada y no el vórtice, la causante de ningún microuniverso frente a todas las cosas horribles que a diario muele la televisión. Porque cada vida es nada. Y nada es crucial.
Y por eso, embobarse con las cremalleras que de izquierda a derecha corren y descorren la playa es tan sublime como hacer sonar los címbalos sacrificiales alrededor de un sembrado de habas hasta que te sangren los dedos.
Y por eso, embobarse con las cremalleras que de izquierda a derecha corren y descorren la playa es tan sublime como hacer sonar los címbalos sacrificiales alrededor de un sembrado de habas hasta que te sangren los dedos.
Si ninguna palabra va a producir un efecto,
si nadie oye lo que digo en esta cabina,
si las líneas punteadas que hay al final
del manual del conductor son justas,
están contadas, me dicen lo que puedo llegar a decir,
si eso es lo estipulado
voy a devorar mi ración de antimateria
antes de desaparecer.
Yo, nadificado, nidificado en la nada.
El pequeño católico vuelve a sonreír. Ha entendido que seremos castigados del algún modo, así que no importa que mis ojos se llenen de pornografía y cromos infantiles. Porque el castigo garantiza que nada fue en vano.
El ingrato no entiende, no consigo hacerle entender, que nada tiene efecto.
Pero yo sí lo entiendo.
Por eso oculto al pequeño católico bajo otro sedimento de autocompasión. Bien a mano, no obstante, para cuando lo necesite.
Las noches serán frías allá adonde voy, los pensamientos chiflarán como chicharras, y a fin de cuentas ha sido un compañero leal todos estos años.
2 comentarios:
Y ahora dime que esto también es el resultado de abizcochamiento renacentista.
Esta escena escrita por ti la tengo grabada en la memoria y en las garras, de otras maneras, o de ésta, porque todas me emocionan y en todas te encuentro, desparramado en la nada, afilándote el futuro, quiero decir, la nada, perdón, qué vida esta, para cuándo la ficción.
Tengo todas las nubes aquí, así que no me explico.
Y claro, quiero más.
Para cuándo. No tengo remedio, ya, hay espejos en todos los dedos.
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