martes, septiembre 23, 2008

Hay una niña a la que le falta un dedo.
Se sienta en la primera fila.
No para quieta ni un segundo.
Escribe muy lentamente con su dedo de menos, forma una pinza extraña con el pulgar y el índice, el lápiz baila sobre el hueco del dedo que falta.
Yo escribo despacio en la pizarra para que le dé tiempo a copiarlo todo. De vez en cuando observo la cicatriz que le atraviesa la mano, parece un dibujo de una cicatriz y no una cicatriz de veras, parece pintada con un rotulador naranja.
Fue hace dos años, creo.
Se subió a una valla y el dedo quedó colgado de una púa.
Llevaba un anillo.
Clac.
Todo el mundo lo vio, todos los demás lo vieron.
Me gustaría sentir compasión por ella.
Me gustaría pensar en su dolor, en su vergüenza, un dedo de menos: no puede contar hasta diez, no puede mandarte al carajo con su anular bien derecho, no puede hacer otras cosas que se hacen con los dedos.
Pero es una pesada.
No para quieta ni un momento.
Y pienso: [ ... ]

Luego vuelvo a casa diciendo no puedo ser así, no puedo pensar estas cosas.

3 comentarios:

Bárbara dijo...

Sí se puede. La compasión es lo peor que se le puede regalar a alguien. Si la niña es pesada, pues es pesada. Aunque de entrada también despierte simpatía.

La de la ventana dijo...

Pues peor aún es la compasión hipócrita. A la que te sientes obligado porque es lo que está bien visto, aunque en el fondo te repatee la persona a la que deberías compadecer.

Así que quédate tranquilo y descansa en casita del día de curro, Pablo.

Pablo Gutiérrez dijo...

¿Seguro? Será el residuo cristiano que me queda, pero siempre pensé que la compasión, tan altivamente despreciada, era una piedrecita de humanismo. Humanismo vulgarote, quizá.