viernes, diciembre 09, 2011
Leo las Cartas de Egipto (Gadir, 2011) que Flaubert dirigió a algunos blancos (sobre todo a su mami) mientras divisaba negros, marrones, grullas y cocodrilos desde la hamaca del barco en el que remontó el río hasta llegar a Nubia.
Muy colonial y muy francés, Flaubert se demora diciendo qué pintoresco es todo y, de vez en cuando, disparando con su rifle a las cigüeñas, pájaros tan alimenticios.
Que si la flor del loto, que si los marineros tan salvajes, que si cómo es posible que este país esté tan atrasado aún. A veces cita a Voltaire, burlándose. En un arrebato silvestre, confiesa que hace días que no viste traje ni pantalón, se pasea en calzones la mayor parte del tiempo, vagando sobre la cubierta del bote y con poquísimas ganas de escribir. Cuando toman tierra, se van de putas, pero él asegura que sólo de visita y apenas para excitarse un poquito con sus silbidos, ven acá, guapo, y luego nada de nada porque todo le parece demasiado hermoso como para estropearlo con la ingle. En una ocasión incluso llega a dormir junto a una odalisca inmensa de pechos como cabezas de gorila, pero no le tocó -lo jura- ni un pelo de la ropa. Mami Flaubert, te echo tanto de menos.
Yo y mis anacronías pensamos: no habrá siglos de revueltas ni flujos migratorios ni aranceles suficientes para revertir el estrago de los imperios coloniales.
Y también: qué vidurria la de los escritores antiguos, los escritores de verdad que tenían casa-palacio y ayudante de cámara, rentas suficientes para desaparecer del mundo durante un par de años, pereza de escribir pero venga, voy a hacerlo, que no se diga, todo el viento del Nilo soplando a su favor.
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