lunes, septiembre 17, 2007




Llevo dos semanas tratando de buscar motivos que me crea para creerme, también, que no me gustó.
¿No me gustó?
No persigo narraciones tradicionales ni peripecias, ni me fío de las categorías actanciales más que del verso medido, pero hay algo que me fastidia en este asunto del refinamiento y la parafernalia. La cera, no sé.
Me gusta o no, ¿qué importancia tiene? No hay grados, no hay escaleras.
Después está la simplicidad. La simplicidad me deja vacío pero por otra parte el adjetivo mata. ¿Es adjetiva o sustantiva? Tan llena de florecitas, luego adjetiva; tan pulpa de ideas, luego sustantiva. Pero sustantivo B, sin mucha gana de serlo.
Si encuentro dos planos, dos postales que me agiten suelo ser benevolente y mirar para otro lado cuando la cosa vuelve a la banalidad, pero aquí es distinto. Aquí, como decía ayer el periódico en otro caso muy diferente, el guionista estaba borracho. O hacía apuestas. Apuesto tanto a que me atrevo a llevarme a la chica a una reserva de Dakota, no te atreves, ¿que no?
A lo mejor es que comí algo pasado ese día o me picaban las plantas de los pies o me apetecía más acostarme con mi mujer que estar allí sentado. A lo mejor es eso.
¿Por qué me preocupa, entonces? La simplicidad, pienso de nuevo. Hay algo de bobo, algo de redacción escolar, algo de tan simple que se cae de tonto de baba. A ver, sé simple, le decían a Susanita y ella hacía una pirueta. Y no obstante me gusta Caeiro y lo simple y llano y más aún las redacciones escolares, donde siempre encuentro.
No tengo criterio, en definitiva.
Y necesito uno, creo, o voy a hacerme un lío enorme con todo lo que me rodea últimamente.
Tal vez sea porque al fin y al cabo sigo haciendo juicios, triste cartesiano de mí, y sí que hay grados en mi cabeza e intento distinguir una cosa de otra por el grueso del paño. Como Herzog. Mal camino.

2 comentarios:

Lara dijo...

Pues yo estuve todo el rato creyéndome que me estaba gustando y cada vez que algo me hacía fruncir el ceño me castigaba a mí misma: que no, que lo del espárrago tiene sentido, que lo del ojo y lo otro encima, que lo del barco de vela, que las braguitas rosas cuando el viento las levanta en un ascensor, que la franchute, que los modelitos de indígena no te lo crees ni tú, que las mujeres con sus hábitos de mujeres, que los ojos abiertísimos. Pero cuando salí del cine, a pesar de haber incluso enjugado alguna lágrima en alguna que otra escena (anterior al espárrago y más musical que otra cosa), de pronto libero toda la energía y me perdono y hablo con otros estupefactos en la puerta y digo: qué mierda. Qué mierda. ¡Y una mierda! Y así pude volar. Porque no. Por supuesto da igual, pero no. Esta vez no. A chuparla. Fue el día del estreno. Sin críticas de por medio. Una liberación.

Qué bien tenerte aquí, aunque todavía no te haya visto cruzar la puerta.

Anónimo dijo...

Ah, las braguitas.