Recientemente he descubierto
que sin interrupción
soy un hombre común.
Común cuando salgo sin desayunar
y finjo que me entretiene mi trabajo;
común cuando quemo un filete,
cuando me detengo para ver zumbar una ambulancia,
cuando levanto los ojos si un helicóptero me sobrevuela.
Común, en fin, en muchos sentidos,
íntimos y plurales,
que sería prolijo detallarles.
A lo que pretendo llegar
es a que, atiéndanme,
lo de Baudelaire era un cuento
y sobre todo una vileza
que, si te alcanza demasiado pronto,
puede hacerte trizas.
Y créanme que resulta difícil
recomponer las tiras de papel
que, diablos, nunca encajan.
Naturalmente te salen voces raras
que no son tuyas y decepciones
y malos recuerdos y toros de bronce
al cruzar el puente de Toledo.
E incluso cosas peores.
Si alguno fue tan idiota como yo lo he sido
sabe de qué hablo.
lunes, noviembre 20, 2006
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2 comentarios:
Sé de qué hablas porque me contagiaste la idiotez que otro nos contagió aunque no teníamos ni idea de lo que hablábamos.
A lo mejor por la menstruación y otras terribles cotidianeidades, yo le saqué gusto a cortarme las uñas de los pies encima del váter antes que tú, pero fue estupenda la ida y la vuelta, P. A que sí.
Todavía doy palmas de encontrarte aquí.
Mejor la vuelta que la ida. En ese territorio, que sabes aún visito de cuando en cuando, hace demasiado frío y te encuentras tan solo como un explorador del Ártico. ¿De qué servía tanta impostura? Sólo tenía sentido si un par de ojos te miraban con admiración. Pero, igualados todos al raso, el que finge se convierte en ese chico-nenita que llora delante del espejo sólo para ver cómo caen las lágrimas. La liberación de lo ordinario, de saberse menor e inútil, es, ahora sí, sublime.
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